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Desde comienzos de los noventa en el siglo pasado se registra un fenómeno con graves consecuencias para las democracias actuales; esto es, el regreso de los mercenarios, individuos armados no estatales que en el pasado (incluso hasta el siglo XVIII) peleaban en todas las guerras, en cualquier bando, asumiendo su prestación de servicios como un negocio rentable. La reaparición del mercenariado, ahora como contratistas, compañías de seguridad privada e incluso como combatientes en las nuevas guerras inacabables que azotan al mundo, se ha intensificado en este nuevo siglo. Lo más preocupante es que no solo el sector privado es el que el que acude a estos servicios (guardianía de domicilios, guardaespaldas, vigilancia en bancos) sino también los Estados. En este caso, se contratan los servicios de las compañías (generalmente subsidiarias de multinacionales, con arraigo en países que suelen ser al mismo tiempo paraísos fiscales) para proteger infraestructuras críticas, u otros bienes del Estado pero incluso para servicios de inteligencia y protección de mandatarios. Con ello se elude el principio jurídico básico del monopolio legítimo de la violencia que tiene el Estado, lo cual conduce a dilemas éticos inacabables, además de la ilegitimidad que conlleva el abuso de confianza que se ejerce hacia los ciudadanos que desconocen el riesgo derivado del hecho de que no existe ninguna normatividad internacional válida para el control y vigilancia de estas compañías. Tampoco existen suficientes sistemas de vigilancia nacional, a pesar de leyes y reglamentos que en la mayoría de los casos no dejan de ser parciales y rudimentarios.