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La condición de fragilidad del Sistema de Seguridad Integral construido desde 2009 con la Ley de Seguridad Pública y del Estado, su Reglamento, el sistema de inteligencia y muchas otras decisiones –la mayor parte, dictadas por decreto– ha quedado al descubierto ante lo ocurrido en la frontera norte desde comienzos de este año. Con ésta ya son tres las grandes coyunturas críticas por las cuales el país parece haber transcurrido como un paciente anestesiado, sin posibilidades de emprender un cambio efectivo de su Sistema de Seguridad con estándares democráticos, única garantía de su eficacia: el acuerdo de paz con el Perú, Angostura, y el asesinato de los tres periodistas, en manos de una columna disidente de las FARC convertida en grupo criminal. Si hacemos una revisión de los documentos emblemáticos producidos en los 10 últimos años de gobierno, particularmente las directivas de defensa nacional 2011-2013 y 2014-2017, nos encontramos con un mar de indefiniciones que indudablemente han conducido a unas prácticas erráticas y contradictorias en el terreno de los hechos y los resultados. Para empezar, preocupa la estrechez de la mirada estratégica que enmarca a esos instrumentos: visiones contra hegemónicas de corto plazo, dualismos que no se corresponden con la complejidad del mundo actual y falta de un examen prospectivo. Arrinconados en UNASUR, la Escuela de Defensa del Alba, la marginación de los que portan otras opciones, la clausura de los diálogos, el hermetismo y las decisiones ungidas en claustros cerrados han dado como resultado el no poder marcar las diferencias entre lo que es Defensa y lo que es Seguridad; no hay lugar para definir lo que necesita el empleo especializado de las fuerzas militares, con lo que requiere el empleo de las fuerzas policiales, o de lo que se refiera a capacidades civiles en emergencias, como los bomberos. No hay diferencias entre lo que es el desarrollo y lo que compete a seguridad.